La profunda crisis que atraviesa la V República Francesa nos invita a centrar la atención en nuestro país vecino y en su figura más importante en el siglo XX, Charles de Gaulle.

Más allá de un militar y político singular, De Gaulle fue un estadista. Posiblemente el último que tuvo Francia pero también Europa. Ello implica enfatizar algunas posiciones de su trayectoria política, sobre todo su relación con los británicos y estadounidenses, para así aproximarnos a la contextualización del gaullismo, como cultura política heredera de la tradición bonapartista-plebiscitaria de la derecha francesa, que es la que precisamente ha desaparecido del régimen francés actual, generando buena parte de su desequilibrio interno.

Entendiendo la figura del general francés, puede comprenderse mejor la crisis sistémica y estructural de Francia y por extensión de Europa. De Gaulle fue un visionario, como examinaremos a continuación, aunque su orgullo en ocasiones eclipsara su razón. De hecho, a pesar del ocaso actual del gaullismo y de que siga siendo una figura política controvertida, realmente comprendía la construcción de una nación y la dirección que tomaría el mundo después de la guerra.

La forja de su carácter

Su infancia, tan importante para descubrir la formación de la personalidad, transcurrió en el ambiente nacionalista francés que siguió a la guerra franco-prusiana. Cuando era niño, tuvo que soportar la humillación de ver a su amada Francia superada con diferencia como gran potencia por el Imperio Británico. A los ocho años, observó cómo los británicos humillaron a Francia tras el incidente de Fashoda. Los franceses se habían extralimitado en el juego imperial al apoderarse de un punto estratégico en el Alto Nilo que estaba incluido en el ámbito británico.

Por eso, ya de adulto, y sobre todo tras llegar al poder, se consagró a reivindicar el papel de Francia. La perspectiva de un mundo de posguerra dominado por EE.UU. y Gran Bretaña no le atraía en absoluto, porque era consciente que la decadencia de Francia tenía como reverso el auge anglosajón.

Roosevelt despreciaba a De Gaulle y la opinión de Churchill también decayó con el tiempo. El francés era muy consciente de que era el extraño entre los aliados occidentales. Se refirió a los británicos y a los estadounidenses como los “anglosajones”. El poder y los recursos abrumadores de EE.UU. que surgieron gracias a la guerra permitieron a Roosevelt dictar su plan para la posguerra y Gran Bretaña siguió su estela tras quedar herido de muerte su imperio colonial como resultado de los esfuerzos bélicos.

Roosevelt, en muchos sentidos, era un wilsoniano, incluso más pragmático que el propio Wilson, quién tuvo la “proeza” de acabar con el tradicional aislacionismo del pueblo estadounidense. De Gaulle, sin embargo, todavía creía en el concepto imperial y en la grandeza de las naciones individuales y también en la necesidad ocasional de la guerra como instrumento de proyección del interés nacional. Pero el francés no era un político arcaico como intencionadamente se ha hecho ver desde EE.UU. frente a sus homólogos angloamericanos más progresistas y realistas.

Para De Gaulle, Francia debía tener, o mejor dicho conservar, un lugar especial en el mundo. Y ante todo, no debía ceder ante la voluntad de Gran Bretaña y EE.UU. por monopolizar el concepto de “Occidente”. Por eso De Gaulle no se adhirió a la Pax Americana. Creía en cambio que la paz europea se lograría a través del equilibrio de los intereses nacionales.

De Gaulle y sus “friends”

El curso de los acontecimientos de la posguerra convirtió a De Gaulle en un adversario de EE.UU., al menos en lo que respecta a la soberanía de Francia. Hizo que el país galo desarrollara su propia bomba atómica y que lanzara sus propios cohetes en Kourou (Guyana). En 1959 inició el proceso de recuperación de las reservas de oro de Francia de las bóvedas de la Reserva Federal; y más tarde se negó a permitir que las fuerzas armadas francesas estuvieran al mando de un general estadounidense (que siempre dirigió la OTAN). Su objetivo diplomático era poner a Francia justo en el medio: entre los EE.UU. y la URSS, y en el medio entre los países desarrollados y los del Tercer Mundo.

Toda la acción política de De Gaulle fue salvar la soberanía y la independencia francesa. Francia era quizás entonces el más poderoso de los países no alineados y tendría con el general francés al mando una diplomacia autónoma. Sería Francia, por ejemplo, la que reanudaría las relaciones diplomáticas con China antes que los demás. Mucho antes de que lo hicieran el tándem Nixon-Kissinger. Esta reminiscencia puede explicar que la última visita europea de Xi Jinping fuera a Francia, en mayo de este año, con la carga simbólica que ello trae consigo.

La tensión entre De Gaulle y EE.UU. se visualizó a la opinión pública mundial cuando pidió a los soldados estadounidenses que abandonaran Francia. La sociedad estadounidense se ofendió y pasó semanas burlándose de De Gaulle y mostrando su francofobia. Incluso hoy en día todavía hay muchos estadounidenses que piensan que De Gaulle fue una especie de villano arrogante y desagradecido. No obstante, para contextualizar todo lo anterior es preciso desmitificar la historia y tener perspectivas más amplias que las que ha proyectado Hollywood y la red de terminales mediáticas, cuya propaganda -no hay que olvidar- es la que ha conformado el imaginario colectivo de Europa occidental desde 1945 y la que ha impactado mayormente en la iconografía y narrativa inoculada en la generación boomer.

Historia de una animadversión

La opinión recelosa y desconfiada de De Gaulle hacia los anglosajones no carecía de fundamento. Se indignó cuando Roosevelt envió delegaciones a Vichy en 1940. Aún más lo fue el acuerdo que los estadounidenses hicieron con François Darlan durante la Operación Antorcha. Darlan era un almirante de Vichy que ordenó un alto el fuego entre las tropas francesas y angloamericanas en el norte de África, a cambio de conservar su poder.

En Casablanca, De Gaulle y Roosevelt se entrevistaron. Para disgusto del primero, se vio obligado a reconciliarse con otro general francés, Henri Giraud. De Gaulle quería mantener la mayor parte de su poder e influencia en los asuntos franceses y Roosevelt encontró muy molestas las dificultades y la resistencia del general francés. Incluso pensó en enviar tropas para impedir que De Gaulle tomara el poder en el África occidental francesa, pero intervino Churchill. El Primer Ministro británico pensó en las implicaciones de tal acción en la posguerra y no deseaba dañar las relaciones con Francia en el futuro.

El problema para De Gaulle era la posición bastante insostenible que ocupaba al depender casi por completo del apoyo de Londres. Además, el imperio británico, fuera de Europa, había seguido siendo el principal rival geopolítico de Francia. También hay que tener en cuenta el hecho de que De Gaulle, al unirse a Gran Bretaña, aparecía como un traidor, ya que el gobierno legalmente constituido en Francia había firmado un armisticio con Alemania y había vuelto a la neutralidad oficial. El gobierno de Pétain, con sede en Vichy, tenía motivos para presentarlo como un chivo expiatorio británico además de un traidor.

Por otro lado, era bien sabido que Roosevelt consideraba a De Gaulle un juguete de Churchill, suponiendo que, debido a que el primer ministro inglés había proporcionado refugio seguro a los franceses libres, el Primer Ministro era “dueño” de De Gaulle, “en cuerpo, alma y pantalones”, como lo parafraseó memorablemente su hijo Elliot (As he saw it, Nueva York, 1946, p. 74). Sin embargo, De Gaulle también irritó a Roosevelt cuando actuó de manera bastante independiente de Churchill.

Tras el ataque a Pearl Harbor, Estados Unidos tenía la intención de negociar con Vichy sobre el uso de San Pedro y Miquelón, dos islas frente a Terranova. De Gaulle decidió obligar a Roosevelt a elegir entre la Francia libre y la de Vichy, ordenando al almirante Emile-Henri Muselier apoderarse de las islas. Podía correr tal riesgo porque sabía que la opinión pública estadounidense prefería la Francia libre a Vichy, al mismo tiempo que ni Gran Bretaña ni Canadá querían que Vichy controlara las islas. Roosevelt tuvo que aceptar ese hecho. Pero el americano no era un hombre que aceptara con buen humor ni siquiera una derrota menor en el tablero geopolítico. La negativa de De Gaulle a ceder el control francés de las colonias francesas a cualquier aliado lo pondría, por supuesto, en desacuerdo tanto con Roosevelt como con Churchill durante toda la guerra.

Esta fue una carga pesada para De Gaulle y se volvió aún más pesada después de la decisión del gobierno británico de bombardear la flota francesa en Mers el Kebir, para que no cayera en manos de los alemanes. En consecuencia, De Gaulle se sintió obligado -incluso lo consideró una cuestión de honor nacional francés- a mantener cierta frialdad e incluso distanciamiento con Churchill, trazando una línea claramente francesa, y centrándose menos en el esfuerzo aliado general y más en ganar el apoyo de los territorios franceses de ultramar. Obviamente, De Gaulle pagó un alto precio por esto, especialmente con EE.UU. Roosevelt lo consideraba un oportunista e incluso un bonapartista. Podría decirse que los efectos en la relación entre estos dos países son evidentes incluso hasta el día de hoy.

Durante la guerra su posición fue débil en todo momento. Por eso, para ganarse el respeto necesitaba dar señales de independencia y soberanía frente a Washington, máxime cuando descubrió que el plan estadounidense para la posguerra era tratar a Francia como una nación enemiga y colaboracionista de Alemania, y que por tanto también debía ser castigada. Ésa es la razón por la que desobedeció la orden de los aliados de rodear París después de la batalla de Normandía y, en cambio, dio instrucciones a Leclerc para tomar la capital. Esto explica su empeño personal por marchar en los Campos Elíseos mientras los comunistas lo esperaban en el ayuntamiento para felicitarlo como si fuera el nuevo gobierno interino. Hay algunas observaciones muy interesantes al respecto en El día D: La batalla por Normandía, de Antony Beevor.

Lo cierto es que durante la guerra la Administración Roosevelt intentó reemplazarlo por el general Giraud, al tiempo que hacía tratos con Vichy y mantenía la intención de tratar a Francia como un país ocupado en lugar de tratarlo como aliado. Roosevelt también pretendía despojar a Francia de su imperio. Y para más humillación, los aliados no le dijeron nada sobre el Día D ni tampoco le permitieron ir a Normandía con ninguna fuerza antes de que el desembarco fuera totalmente seguro, un mes después. Por eso De Gaulle expresó después poca o ninguna gratitud hacia ellos, pues nunca fue partícipe de los planes que los anglosajones tenían sobre Francia.

Razones para una desconfianza recíproca

Roosevelt sospechaba que De Gaulle utilizaría la guerra para convertirse en dictador. Elliott Roosevelt, en el libro antes mencionado, As he saw it (Nueva York, 1946), consideraba que De Gaulle era otro neobonapartista que pretendía utilizar la guerra como trampolín hacia la dictadura. “De Gaulle quiere lograr un gobierno unipersonal en Francia. No puedo imaginarme a ningún hombre en quien desconfíe más” (As he saw it, p. 73).

Además, Roosevelt pensaba que la repentina derrota de Francia en 1940 era una confirmación de la inestabilidad y debilidad de la comunidad política francesa desde 1789. Ya en 1936, le dijo al embajador de Estados Unidos en Francia, Jesse I. Straus: “En momentos más pesimistas, necesariamente he llegado a creer lo mismo que usted acerca de Francia y el futuro francés, pero siempre me digo que en partidos anteriores Francia siempre ha “salido” de eso. Este optimismo, debo confesar francamente, tiene poco fundamento debido a varios incidentes bien conocidos ocurridos en los últimos ciento cincuenta años en los que la revolución o su equivalente y el surgimiento de algunos individuos fuertes han demostrado ser la única salvación” (Elliot Roosevelt, FDR: His Personal Letters, Duell, Sloan and Pearce, Nueva York, 1947, Vol. III, p. 555, traducción propia).

Si bien es cierto que al principio Roosevelt estaba bastante dispuesto a tratar con líderes no democráticos, como Pétain o incluso Stalin, los necesitaba. Pétain, por ejemplo, parecía tener la llave del norte de África en los primeros años de la guerra, y Roosevelt esperaba atacar allí a las tropas alemanas, con el apoyo de la Francia de Vichy. Mientras que al mismo tiempo no necesitaba a De Gaulle, o eso pensaba.

La intrahistoria

Aparte de la cuestión del régimen, Roosevelt tenía reservas sobre la viabilidad del Estado francés. Propuso la posibilidad de formar un nuevo estado, “Valonia”, que estaría formado por las partes valonas del norte de Francia, Bélgica, Luxemburgo y Alsacia-Lorena (sobre este particular, la obra de Francois Kersaudy, Churchill y de Gaulle, Fontana Press, Londres, 1990).

A buen seguro, las ideas de reconfigurar el mapa de la esfera de influencia francesa pusieron nervioso a De Gaulle, trayéndole a la memoria pasajes dolorosos de la historia de Francia, como las pérdidas sufridas después de las guerras napoleónicas, cuando los Países Bajos que hoy conocemos surgieron como barrera de protección ante futuros sueños franceses de imperialismo.

De Gaulle tenía por tanto una actitud resentida hacia los británicos porque tomaron Quebec, Canadá y otras colonias francesas, derrotaron a Napoleón, y para colmo ayudaron a Bélgica a independizarse. Naturalmente, le molestaba cualquier elevación de Gran Bretaña a expensas de la decadencia de Francia, que en su opinión representaba Bélgica. En el Congreso de Viena, lo que ahora son los estados separados de Bélgica y los Países Bajos se unieron como un solo estado bajo el rey protestante Guillermo I. Fue visto como un estado tapón para ayudar a contener a Francia en caso de que volviera a intentar gobernar Europa. Esa unión causó resentimiento tanto en Francia (que sentía que las áreas mayoritariamente católicas y de habla francesa de Bélgica deberían ser parte de Francia) como en Bélgica, donde había resentimiento contra ser gobernado por un rey protestante y “extranjero”, especialmente uno que veían como interferir en asuntos católicos.

A finales de la década de 1820, la combinación de ese sentimiento católico antiholandés con los deseos de la burguesía belga de adoptar medidas más liberales para favorecer la industria y el comercio dio nuevo impulso a las demandas de independencia, que contaban con un amplio apoyo en Gran Bretaña, que era un importante socio comercial. Cuando estallaron las rebeliones en 1830, las tropas holandesas fueron repelidas, se declaró la independencia y se estableció un gobierno provisional. Gran Bretaña negoció un arreglo (nada menos que en Londres) con Austria, Gran Bretaña, Francia, Prusia y Rusia. La conferencia rechazó la petición de Francia para una partición que habría agregado a los francófonos a Francia y a los flamencos a los Países Bajos. En cambio, la conferencia reconoció y garantizó la independencia de Bélgica, lo que Francia tomó como una afrenta, y además británica.

Este tipo de cuestiones de la intrahistoria europea que van más allá de la coyuntura de la guerra mundial puso a Roosevelt en desacuerdo con De Gaulle. No está claro si el general francés conocía los detalles de lo que Roosevelt estaba considerando, pero afirmó: “en el fondo, lo que los responsables políticos estadounidenses dieron por sentado fue la desaparición de Francia” (…)  “Los franceses tienen la impresión”, dijo De Gaulle a Harry Hopkins, “que ya no consideráis la grandeza de Francia necesaria para el mundo y para vosotros mismos” (De Gaulle, War Memories, Tomo I: The Call to Honour 1940-1942, Editorial Collins, Nueva York, 1955, p. 210).

Posiblemente, si no hubiera sido por la desconfianza y pertinaz recelo que mantuvo De Gaulle hacia a los anglosajones, tras la guerra estos no sólo hubieran humillado a Francia, sino que también hubieran hecho todo lo posible para desarmarla, desunirla y desvencijarla. La Francia actual estaría hoy todavía más enferma si no hubiera contado en aquel momento con el liderazgo de un estadista como De Gaulle.

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