de Pablo Sanz Bayón*
El ser humano manifiesta en su vida personal y social un constitutivo natural de contradicción y bipolaridad de fuerzas fundamentales. Algunas culturas orientales reconocieron este principio de la realidad, como el taoísmo con el yin y el yang, o el hinduismo con la mística de la advaita. En sendas tradiciones esta dualidad representa la fuente del sufrimiento. Por esta causa, la plenitud vital se remite a la unión con el Absoluto, al estado espiritual de no-dualidad. El dinamismo de esta tensión natural pone de relieve un conflicto entre unidad y dualidad.
Recogiéndolo de fuentes orientales, Hegel lo teorizó en su dialéctica, reflejada como acción y no como una energía o fuerza estática y preexistente. Por razón de nuestro contexto cultural cristiano, puede observarse este dinamismo en el Evangelio de San Juan cuando afirma que “en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1,1) y a continuación “la Palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). Igualmente, el Génesis bíblico lo primero que pone de manifiesto es la acción libre y creadora: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gen 1,1).
Desde diferentes tradiciones ancestrales se hace patente un contraste en el estado espiritual entre lo estático y lo dinámico, entre lo permanente y el cambio. Entre lo trascendente y lo inmanente, entre la voluntad y la necesidad. Tampoco son escasas las contraposiciones figurativas que el pensamiento humano ha elaborado para explicitar filosóficamente esta idea. La permanencia del ser en Parménides o el eterno retorno en Heráclito. La perfección apolínea o la agitación dionisíaca.
Frente a esta contradicción, la misma condición humana parece exigir un proyecto de supervivencia colectiva. Una creencia compartida para la coexistencia ante una realidad plural y compleja que tiende a simplificarse con teorías idealistas o materialistas que se dan de bruces con lo concreto humano, caracterizado por la tensión bipolar inherente, su cosmos y su caos.
Ya desde las primeras etapas de la hominización, en los lugares, ámbitos y épocas donde se asumía y aplicaba socialmente una ética, podían superarse las situaciones conflictivas y autodestructivas generadas por aquellos individuos y grupos arrastrados por su instinto puramente animal, guiados – por decirlo a la manera de la psicología evolucionista explorada por el biólogo y filósofo Carlos Castrodeza en su ensayo Los límites de la historia natural (2003) – por los replicadores genéticos sin consideración de otras variables.
Así, la ética concebida como una “economía para la supervivencia” sugiere una teleología destinada a la generalización de una dinámica clave: el desplazamiento del crédito individual o tribual de supervivencia a un nivel superior más colectivo, la “Ciudad”. Ello implica elevar la ciencia ética hasta posicionarla como pilar fundamental del proyecto civilizatorio. Una propuesta no exenta de dificultades debido a la complejidad de las relaciones sociales y del comportamiento humano, definido dinámicamente como dual, y en el que la parte emocional precede a la racional.
Para visualizar el contraste tomamos como referencia dos célebres largometrajes: La diligencia (1939) y Crash (2004). Examinando los comportamientos de sus protagonistas a la luz del enfoque ético que aquí se propone será posible reconocer en ellas la eterna lucha interior, tan humana como real y contradictoria, para extraer desde allí algunas ideas en apoyo a la reflexión.
En la película La Diligencia se observa cómo se anula esa bipolaridad natural. Sus protagonistas carecen de comportamientos estrictamente bipolares. En puridad, éstos responden a arquetipos lineales a través de los cuales el mundo queda dividido en dos bloques homogéneos: el de los “buenos” y el de los “malos”, el de los “nuestros” y el de “los otros”, el de los de “arriba” y el de los de “abajo”. Sólo a través de una suerte de autorredención pueden salir de un estado social inferior para entrar en el superior. Así ocurre con el Doctor Boone, que vence transitoriamente su adicción al alcohol para estar en el parto de la Señora Lucy Malory, cuyo hijo recién nacido es puesto al cuidado de Dallas, una joven prostituta. Este personaje a su vez se redime socialmente a la luz de sus acompañantes de viaje.
De igual forma sucede con el protagonista a quién da vida John Wayne, Ringo Kid, respecto del Sheriff Wilcox. A pesar de viajar arrestado colabora en la defensa de los viajeros de la diligencia ante la emboscada de los indios apache. Ganará su liberación incluso una vez ejecutada su “justa” venganza contra los hermanos Plummers. Los asesinos de su padre son liquidados en el memorable duelo de la escena final, con tres balas que se había guardado en secreto desobedeciendo las instrucciones que le dio el propio Sheriff. De esta forma hace valer su inocencia, nunca presunta. Finalmente, el Sheriff le deja marchar en libertad con su amada Dallas.
La magnífica película dirigida por John Ford presenta sin duda un unilateralismo justiciero y dicotómico. Una suerte de maniqueísmo que evoca la noción militarista del “Eje del Mal” acuñada por la Administración Bush cuando lanzó en 2001 la “Guerra contra el Terror” con el propósito de justificar una visión imperial y unipolar según la cual quién no se alinea con aquel que la formula pasa a estar automáticamente en su contra. Una reacción esquizoide y contraproducente para combatir la “lógica” irracional de los terroristas del 11-S. Un planteamiento contextual bastante similar se encuentra en el film, con la denominada “Liga de las buenas costumbres y de la decencia”, la cual termina por motivar la orden de expulsión del Estado de Arizona del Doctor Boone y de Dallas y el pasaje forzoso de ambos en la diligencia hacia las lejanas tierras de Lordsburg.
En las antípodas de este enfoque ético de la dualidad humana se encuentra Crash, un largometraje que nos presenta un curioso puzle de personajes en diferentes circunstancias personales que se debaten en un entorno social urbano despersonalizado y conflictivo. La megalópolis de Los Ángeles es representada como una caótica fragmentación de individualidades desarraigadas, únicamente interconectadas por la omnipresencia de los prejuicios raciales y de la violencia física y psíquica. Cada personaje experimenta en su interior estados anímicos contradictorios, siendo incapaces de redimirse. Lo que viven en su mundo circundante es la lucha fratricida por la supervivencia social, intentando dominar sus instintos en una selva urbana presidida por la hipocresía y el cinismo.
Así, por ejemplo, un veterano policía se convierte en un héroe salvador de una mujer negra accidentada a la que había acosado sexualmente la noche anterior. Otro joven policía fuera de servicio se convierte en un miserable homicida cuando unas horas antes había realizado una heroicidad en un acto de servicio. Estas situaciones, como en general la sucesión de todas las que componen el film, recogen un planteamiento que es presentado por su director, Paul Haggis, sin el menor atisbo de maniqueísmo, pero al mismo tiempo con no poca carga de crítica y denuncia social.
Retomando el debate que proponen ambas películas bajo la dialéctica de las ideologías modernas, se puede percibir la misma tensión entre bloques de opciones antitéticas: izquierda-derecha, socialismo-liberalismo, revolución-tradición. A este respecto, los teóricos políticos de la Modernidad discutieron sobre la salida del estado de naturaleza mediante el “contrato social”, un acto ficticio que instauraría una autoridad pública central. Múltiples proyectos ideológicos no tardarían en impulsar la emergencia de Estados Absolutos, Imperios y gobiernos revolucionarios para hacer realidad ese sueño de la razón humana. Estructuras de poder político con el monopolio legal de la violencia para intervenir la vida social.
En este punto se pone una vez más de relieve el verdadero debate de fondo: si el ser humano es social por naturaleza o sólo puede relacionarse con sus semejantes mediante el artificio de un pacto racionalista que absorba los derechos subjetivos y los transmita a una organización superior cuya voluntad sea hegemónica y dirimente. Pero el devenir histórico ha puesto en cuestión este sistema, por la peligrosidad inherente a una pretendida legitimidad de los poderes públicos para dictaminar la eticidad de los actos humanos, mediante la identificación de la ética con las normas del Estado. Sus excesos han llegado hasta el punto de materializarse en el totalitarismo, en el Estado Total, que engulle la política para terminar definitivamente con el conflicto social, y de paso, con lo humano.
En estos momentos post-totalitarios, el rumbo de la globalización multicultural y cosmopolita discurre hacia la uniformidad, estandarización y homogeneización de las sociedades, a partir de consignas, gustos y conductas a escala mundial, vislumbrándose detrás de este proceso mecanicista y determinista, la propagación de un pensamiento único y débil, alienante, que intenta imponer una nueva visión del mundo y del ser humano. La pandemia coronavírica, a pesar de su aparente disrupción, ha catalizado los procesos que ya estaban en marcha. Más allá de su pretensión de establecer un sistema leviatánico de control social y psíquico de las masas, la supuesta “pax orwelliana” no parece ser eficaz para detener la tensión interior en la que vive el ser humano. Tras el pandemónium del 2020, regresamos a 1984 pero con la cibercracia de la Inteligencia Artificial. Las irracionalidades emergentes de esta posmodernidad líquida, más bien gaseosa o incluso “plasmática”, confirman estas sospechas: el progreso heredado de la Ilustración deviene en praxis fracasada. La ilusión se tuerce en decepción.
A pesar de las constantes inclinaciones totalizantes, desde las primeras etapas de la hominización es notorio que el desarrollo moral y social no está acompasado con las capacidades de la tecnociencia. La evolución ética ha sido irregular y su preservación no ha estado exenta de dificultades para aquellos que pensaron y construyeron un mundo más justo, dando sus vidas para que sus semejantes vivieran mejor, con dignidad y libertad. En algunos lugares de Occidente, sin duda pudieron recogerse algunos frutos benéficos. Unos mínimos básicos que hoy posibilitan que el ciclo de la ética aún permita que las conductas individuales confluyan en un sistema social donde todavía las mayorías disfrutan de cierto bienestar y seguridad. Frágilmente se diluyen o desdibujan algunas conquistas: la división de poderes, la representatividad democrática, el equilibrio entre propiedad pública y privada, y un conjunto de derechos fundamentales universalmente declarados.
Esta dinámica se ha hecho aún más palpable en la crisis económica derivada de la emergencia pandémica, que además viene a combinarse con un conjunto de crisis concéntricas más densas, profundas y complejas de índole político, cultural, ecológico, social, antropológico y metafísico. La crisis económica sólo es un correlato lógico. En su causación y agravamiento cooperan determinantemente los agentes que mueven unos poderes públicos hipertrofiados y unos mercados financieros enviciados e insensibles que hacen de su opacidad y del abuso de la confianza su modus operandi.
En la ecuación de esta crisis total contemporánea no puede obviarse que la mayor parte de la población mundial se encuentra prisionera de un sistema basado en la deuda y en la subordinación económica y también intelectual, pues el ser humano no es libre para pensar y menos para actuar si se encuentra alienado, enajenado. Los procedimientos de expropiación y confiscación no conducen a otro resultado que a la fetichización y concentración del capital y a la desigualdad y desequilibrios sociales.
Asistimos en estos días al colapso de un modelo de crecimiento económico basado en el abuso social, de carácter sistemático y sistémico, que opera bajo la premisa de la devaluación, degradación y precarización del factor trabajo a costa de socializar el coste de las continuas pérdidas que generan los casinos bursátiles y financieros, donde se refugia la plutocracia cleptómana que parasita del trabajo ajeno. Una oligocracia que pone y quita a su gusto a los mayordomos políticos encargados de la teatralización democrática.
Todas las manifestaciones del fenómeno denominado manidamente como “crisis” se remiten en última instancia al desorden antropológico y ético que precede implícitamente a las graves injusticias y desequilibrios sociales. Por ello, la solución a las deficiencias del modelo actual de las estructuras organizativas humanas ha de discurrir por los cauces de la revitalización ética, entendida como principio civilizatorio que nace de la persona, pero se desarrolla naturalmente en las relacionas sociales y comunitarias. Este proyecto de supervivencia colectiva necesita de un mecanismo “económico” que proporcione un continuo desplazamiento de créditos de supervivencia del sujeto individual a la entidad colectiva. Del Yo al Nosotros.
La ética como principio civilizatorio encuentra su fundamento en la acción humana y tiende a la codificación por vía social. A la formulación de las bases universales de la civilización humana se ha llegado tras una evolución en la codificación durante varias etapas que se fueron superponiendo en el tiempo. Al principio, como expone Freud en Tótem y Tabú, las normas éticas no estaban escritas y se basaban en la costumbre, como por ejemplo sucedía con los límites de la consanguinidad en las relaciones sexuales, prescribiéndose el incesto.
Más adelante, con los aportes de los sistemas religiosos operaría más eficazmente el traslado del crédito individual de supervivencia al grupo, partiendo de unos preceptos revelados o iluminados que invocan la caridad entre las personas. Sobresale sin duda el cristianismo, para el cual la salvación predicada del mensaje evangélico se extiende universalmente a todos los seres humanos y no se constriñe a un grupo elegido, el Pueblo de Israel, como sucede en el judaísmo. Esto se observa nítidamente en la parábola del Buen Samaritano que enseña que el obrar bien es incondicional respecto de la raza, etnia y país, o asimismo en la Roma imperial con la mitigación del esclavismo por influjo de la religión cristiana.
Posteriormente con el Derecho, también es notable esa codificación ética desde el Código de Hammurabi pasando por la Ley de las XII Tablas y los Tria Iuris Praecepta de Ulpiano recogidos en el Corpus Iuris Civilis hasta los modernos ordenamientos jurídicos y los Derechos Humanos. Sin embargo, lo que caracteriza al Derecho del sistema ético de la Religión es el tipo de sanción que se aplica al infractor de la norma. No en clave salvación-perdición eternas sino por medio de una pena privativa de libertad o de otros derechos, junto con la aplicación de multas pecuniarias o sanciones administrativas. A este respecto, también se ha producido una cierta evolución, al menos en el entorno europeo, donde se procura la reinserción social del reo y se ha abolido la pena de muerte o la cadena perpetua.
La última etapa de esta codificación evolutiva ha de culminar con lo que puede denominarse “ética jurídica”, cuyo fin es hacer que el proyecto civilizatorio genere confianza social como garantía de la supervivencia colectiva. Su propósito es que se normativice el comportamiento heroico del que nace la ética en orden a la imitación de los precursores del desplazamiento del crédito de supervivencia de su haber personal al haber de la comunidad, con atención preferencial por los más necesitados.
Cuando se llegue a normalizar este comportamiento heroico querido por la norma, la sociedad vivirá en la confianza social, conociendo cada ciudadano que los demás van a repetir las acciones buenas que uno práctica con el resto, desterrando los esquemas reduccionistas del utilitarismo y del pragmatismo hoy imperantes. Entonces, de acuerdo con este escenario social regido por la ética jurídica, no haría falta ninguna imposición externa a la persona para compeler a la justicia. Ningún monopolio coercitivo estatal ni ninguna estructura de poder coaccionarían hacia un determinado ajuste de las desviaciones, ya que todos los ciudadanos se educarían y organizarían en la armonía que da la certeza de que el prójimo prestará ayuda cuando sea necesario.
Este orden ético no sólo tiene resonancias con la segunda formulación del imperativo categórico de Kant dispuesto en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”, sino que además daría realización jurídica y política al mandamiento nuevo del Evangelio: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,31). San Pablo lo recuerda: “el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rm 13, 8-10).
La ética nace de la acción singular de los héroes, pero se desarrolla informando la vida social, lo que hace preciso para su generalidad y perfección que el comportamiento inicialmente heroico se regule por vía de una ética jurídica. Esto requiere de un proceso de ejemplaridad mimetizada del desplazamiento del crédito de supervivencia del sujeto personal hacia el grupo social. Con ello se obtendría la repetición habitual de las conductas buenas y justas, que es lo que persigue la norma de valor, evitando que lleguen a producirse situaciones conflictivas y destructivas que requieran la intervención salvífica de una suerte de “Robin Hood” ante los atropellos de un “sheriff de Nottingham”.
Una educación verdaderamente revolucionaria contribuiría a la comprensión de esta ventaja social pero también a su praxis consciente. Por eso, en una coyuntura donde cada uno puede ser potencialmente un Robin Hood para con los demás, se desvanecería en la práctica la fuerza ilegítima de un hipotético sheriff de Nottingham, y por lo mismo, se neutralizaría la expansión de unos poderes públicos o privados émulos del Leviatán hobbesiano, cada vez más confiscadores, policíacos e intervencionistas.
El proyecto civilizatorio de la ética jurídica ofrece una óptica renovadora de lo social: que la norma aprendida y practicada sea el reflejo de los actos heroicos. Eso requiere un cambio de mentalidad, una metamorfosis educativa que produzca un autodominio de esa realidad dual y bipolar que coexiste internamente en cada ser humano. En este sentido, el profesor Carlos Castrodeza se refiere, en el marco de su visión naturalista y evolucionista, al proceso de autoconciencia, desmarcándose del reduccionismo de la genética egoísta de Richard Dawkins, que en el marco de la selección natural nos acaba arrastrando hacia una sociología neodarwinista, acentuada por el nihilismo, el escepticismo y el relativismo, a modo de autosugestiones cientificistas que se imbuyen de desconfianza para no afrontar la realidad humana en su compleja integridad.
El salto hacia la confianza implica girar el prisma de la unilateralidad desarrollada en La Diligencia, donde la humanidad como un ente abstracto se polariza según los intereses individualistas, para proceder a enfocarlo desde el reconocimiento, autocontrol y autoconciencia de la dualidad de la naturaleza humana, según el libre albedrío, como se propone en Crash. La diferencia es sutil pero determinante. Mientras que en La Diligencia el mundo externo se divide en dos, en Crash lo que se parte es la persona, el mundo interior. El mismo contraste se percibe en los paisajes de las respectivas películas: en la primera, un desierto inhóspito y amenazado por la presencia súbita de los apaches de Gerónimo; en la segunda, una titánica urbe hostil y caótica donde la tragedia de esta contradicción se experimenta psicológicamente en sus calles y viviendas, en ambientes viciados de prejuicios, miedos y desconfianza.
Esta propuesta de una ética jurídica ha de operar como última fase del proceso civilizatorio para la formulación de normas de valor y de desinterés que ofrezcan ante todo y sobre todo confianza social. Esta transición no puede hacerse sin asumir la realidad humana en su completitud y heterogeneidad. Lo cual supone reconocer primeramente esa dualidad en nosotros mismos, no como una escisión inexorable, como parece plantearse en La Diligencia, sino más bien a la manera de Crash, es decir, desde la autoconciencia personal de nuestro conocimiento, tesis que comparte el profesor Castrodeza en su ensayo, si bien desde una óptica naturalista tenuemente pesimista.
Desde este reconocimiento de nuestra naturaleza personal y comunitaria puede ponerse en marcha un mecanismo eficiente para la búsqueda de la justicia y de la dignidad para todos. Una economía de la supervivencia en la cual cada persona aporte el crédito de supervivencia que tiene por derecho propio según sus capacidades (innatas, biológicas, intelectuales…) y reciba según sus necesidades los créditos de supervivencia ofrecidos por los demás partícipes de la comunidad política.
Este modo de pensar la ética aquí esbozado proyecta un modelo de civilización con una cosmovisión integral ordenada al bien común sobre la premisa del destino universal de los bienes y del principio de subsidiaridad en la gestión distributiva de los mismos. La Ciudad humana no debe ser el producto de la lucha salvaje por la supervivencia como principio de divergencia de intereses sino un espacio de cooperación y convivencia construido bajo el principio de convergencia de capacidades y necesidades. El fin de este proyecto ético no es otro que el de descubrir en nosotros mismos el gran potencial de restaurar la amistad dentro de la gran familia humana.
*Pablo Sanz Bayón es Profesor de Derecho, Universidad de Comillas (Madrid, España)
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