El fenómeno religioso posee sin duda una asombrosa pluralidad de formas que expresan la riqueza y complejidad del género humano a través de su historia. En sociedades crecientemente multiculturales, se hace preciso concebir un diálogo interreligioso que pueda desarrollar espacios de entendimiento mutuo, teniendo en cuenta que detrás de cada cultura hay una determinada matriz religiosa, un sustrato de creencias colectivas arraigadas en lo más profundo de cada grupo social -incluso aunque se haya efectuado una cierta secularización- que condiciona las diferentes aproximaciones y sensibilidades a las cuestiones y problemáticas actuales.
No por casualidad, la etimología del término “cultura” nos revela esa conexión con el culto, con el cultivo, con lo cultivado, sembrado o plantado por una sociedad. La cultura es la flor de lo humano, lo que crece de un humus social, que ya en su semilla alberga una creencia genuina y un imaginario colectivo que expresa su modo profundo de estar y ser en el mundo, su cosmogonía, cosmovisión y cosmología.
Comprender el hecho religioso y cómo las diferentes sensibilidades y expresiones religiosas pueden comunicarse, hace casi imprescindible abandonar posturas herméticas, integristas y relativistas. Es un imperativo cívico y civilizatorio desprenderse de toda pulsión fanática y asumir que la realidad humana es una -pues pertenecemos a la misma especie biológica y estamos condicionados por las mismas necesidades básicas- pero plural en cuanto a sus fenomenizaciones, y que no hay una verdad absoluta ni la verdad es propiedad de nadie en exclusiva. Más bien, como nos enseñó Platón de su maestro Sócrates, la relación humana fundada en la razón, es dialógica, y la verdad y el bien como fines de la filosofía y de la conducta ética, respectivamente, no son cargas o productos de una imposición externa sino que precisamente surgen de la propia convicción del sujeto cuando cae (él mismo) en la cuenta, cuando nos damos cuenta a través del hecho comunicativo y dialéctico, con las palabras verbalizadas, en movimiento, y en las acciones prácticas, es decir, en la praxis con los demás, afrontando situaciones o entornos aparentemente contradictorios. El pluralismo social actual, y por tanto también insoslayable e implícitamente religioso, es una invitación para trabajarnos filosóficamente, para cultivarnos internamente.
En este sentido, resulta interesante el trabajo “Mundialización y religión: una apuesta por el diálogo religioso”, de Doudou Diène, quién sitúa la religión como un asunto básico para la comprensión y solución de las grandes cuestiones actuales. El trabajo puede encontrarse en la obra colectiva editada por José Vidal Beneyto, Hacia una sociedad civil global (Taurus-Santillana, Madrid, 2003, p. 673 y sigs.), y la tesis principal que sostiene el autor la formula por la necesidad que encuentra de un diálogo cultural e interreligioso en un contexto de mundialización. Critica el pensamiento occidental etnocentrista y materialista predominante, al cual responsabiliza de la erosión y desprecio de valores espirituales plurales procedentes de otras culturas y tradiciones. Por eso el diálogo interreligioso debe tener por función crear condiciones para la superación de los conflictos humanos, muchos de los cuales presentan un revestimiento religioso.
El diálogo interreligioso hace posible para el autor un sistema en que se compartan valores comunes, sobre la base de la interacción y no sólo desde el conocimiento recíproco. Por ello apuesta por la necesaria y difícil tarea del reconocimiento de la pluralidad de la realidad. Este reconocimiento supone cambiar el concepto de diversidad que ha prevalecido y se ha intensificado desde la Ilustración. Diène se refiere a las teorías políticas, filosóficas y religiosas que justificaron antaño el colonialismo. En el siglo XX e incluso en nuestros días todavía persisten rasgos de esa mentalidad “cientifista”, darwinista sociológica -y en última instancia también racista- que considera al diferente o extranjero desde un punto de vista reductivamente etnográfico, y a la postre, como un ser-objeto evolutivamente inferior.
La historia moderna nos muestra que el reconocimiento de la diversidad no es sinónimo de validez para responder al riesgo cierto de uniformidad social y cultural que conlleva la mundialización o para frenar la exacerbación y reivindicaciones identitarias. De poco sirve reconocer el pluralismo si éste se instrumentaliza para justificar la explotación y la dominación. Esto es precisamente lo que critica el autor, con mucha razón a mi modo de ver, en relación con el eurocentrismo y el colonialismo. Esta reflexión acerca del reconocimiento de la diversidad me trajo a la memoria la figura de Fray Bartolomé de las Casas, que denunció valientemente los tratos que recibían los indios en las encomiendas, tal como dejó por escrito en su célebre obra “Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias” (1552), considerado el primer informe moderno de los derechos humanos.
Doudou Diène comenta que la instrumentalización de la diversidad y del pluralismo supuso la interpretación de que el extranjero y el indígena eran inferiores, primitivos y animales, y en consecuencia se les negaba hasta el alma. De estas premisas filosóficas ilustradas se nutría la civilización europea para justificar la discriminación y el esclavismo. También resalta la avanzada integración alcanzada por las tradiciones espirituales africanas, tanto con el cristianismo como en el ámbito islámico. El carácter plural y abierto del animismo y del misticismo africano le han permitido superar las dificultades históricas y perseverar en el tiempo. Tanto es así que los africanos han integrado en su cultura la religión de sus colonizadores, pero han terminado transformándolas.
La religión (de re-ligare, “volver a unir”) es el pensamiento humano y su proyección práctica que busca la unidad de sentido en la realidad, un Universo o Kósmos, anhelado en lo más hondo y sensible del interior humano, y que motiva y potencia sus manifestaciones sociales y estéticas. Pero también es cierto que esa espiritualidad o religiosidad, cuando adopta la institucionalidad de un culto, ya como fenómeno social, desarrolla formas culturales que evolucionan históricamente, teniendo por lo general un centro o núcleo desde el que se irradia la doctrina.
La apuesta por un diálogo debe ir precedida por el necesario reconocimiento de la diversidad y el fomento del pluralismo. Un diálogo que también debe abrirse entre las religiones y los increyentes. Es por esto que comparto con Diène la visión de que la religión debe ponerse al servicio de metas comunes, factibles, como la construcción de la paz y de la defensa “concreta” y no sólo retórica de los derechos humanos, involucrando al plano institucional de lo religioso, para la reconciliación y humanización ética de un mundo globalizado, cuya “mundialización” es ya irreversible.
En esta línea, también resulta sugerente Shafique Keshavjee y su cuento titulado “El rey, el sabio y el bufón: el gran torneo de las religiones” (2º ed., Destino, Madrid, 2003). El argumento central de esta fábula es el debate, a modo de competición, entre representantes de diferentes religiones con el fin de que un Rey adopte para su reino la que piense que es la mejor. La narración termina con el convencimiento del Rey de que le es imposible elegir una religión ganadora. Esta situación de indecisión le conduce a ofrecer libertad religiosa a sus súbditos.
El Rey, junto con el Sabio, que es un arquetipo de la Razón y de la Justicia, abre un diálogo interreligioso que, sin embargo, según mi opinión, se cierra en falso por su ambigüedad y equidistancia. La narración termina cuando se despiden los participantes sin un resultado concluyente salvo la instauración de la libertad religiosa, que en realidad no es más que una tolerancia del poder público hacia los súbditos. Además, presenta al ateísmo, en el personaje de Alain Tannier, como una opción equivalente al resto de las religiones cuando este personaje expone categóricamente un argumento incompatible con la sensibilidad religiosa, esto es, que el reconocimiento de la trascendencia hace perder la libertad y la condición de sujeto pensante a la persona creyente.
Si el loable propósito de la obra de Shafique Keshavjee es presentar la necesidad de la búsqueda de Dios, de la felicidad y de la sabiduría desde una realidad plurirreligiosa, sería cuestionable determinar la necesidad o utilidad de la inclusión en el debate de un pensador antirreligioso de la forma en que se efectúa. La exquisita sensibilidad con que el autor presenta en esta obra los diferentes testimonios y otros muchos temas como la pobreza, la violencia y la desigualdad contrasta, a mi modo de ver, con el carácter ambivalente que destila su final y el carácter tosco del personaje que encarna la increencia.
La religión busca unir a la humanidad con Dios y no debe en ningún caso contribuir a crear divisiones que generen o retroalimenten violencias e injusticias. A pesar de las diferencias, algunas de ellas legítimas o idiosincráticas, todas las religiones del mundo poseen un principio de unidad en cuanto que todas tienen en común una atmósfera sagrada, una ruptura de nivel ontológico con lo profano y sobre todo la presencia de un Misterio absoluto y superior que condiciona la realidad del sujeto. Pero la actitud salvífica que los hombres adoptan ante el reconocimiento de dicho Misterio no es idéntica, ni mucho menos las exigencias y compromisos que esa transformación interior comporta. A este respecto, el cristianismo contiene unas características singulares. Su mensaje central le faculta para entablar un diálogo muy cualitativo con las otras religiones debido a la integración de lo humano y lo divino a través de su máxima hierofanía: Jesucristo.
El acervo helénico, semítico y romano de la religión cristiana, su tensión teológica interna a lo largo de dos milenios y su despliegue universal le han permitido ofrecer y desarrollar una conceptualización en que las dos naturalezas del Hijo de Dios, su dimensión humana e histórica -“Jesús de Nazaret”- y su dimensión divina y ontológica -“Cristo”-, hacen de Él una figura clave, determinante, para entender el Misterio. La Encarnación cristiana da un sentido completo a la trascendencia por esa relación empática en la que el mismo Dios participa y que así se revela. Esa Humanidad divinizada y esa Divinidad humanizada pueden sentar las bases para un desarrollo propicio de un diálogo interreligioso por cuanto que desde dentro de la experiencia de fe cristiana no hay una antropología ni una teología que ponga un abismo insuperable entre lo sagrado y lo profano o mundano, entre lo divino y lo humano.
Quiero terminar esta reflexión trayendo a colación unas palabras del insigne profesor García Morente sobre su conversión: “Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear” (…) “Pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende” (El “hecho extraordinario”, 2º ed., Rialp, Barcelona, 1996). No se puede expresar mejor ni más resumidamente a cómo lo hace García Morente a propósito de su conversión, la misteriosa verdad y grandeza que atesora la fe cristiana.
Mientras que en algunas religiones el Misterio permanece en una abstracción lejana que hace mucho más complejo y distante el entendimiento y la salvación, en el cristianismo el hombre se acerca a Dios porque Dios se hace humano, se humaniza, se encarna y nos descubre nuestra propia filiación divina. Un Dios personal que dialoga con su criatura, y que se encarna e interviene en la historia humana. ¿Puede ser la cultura cristiana un punto de encuentro para el resto de culturas y religiones del mundo que coexisten en nuestro doliente planeta? ¿Puede ser la buena noticia de la Epifanía cristiana una invitación global a una ética humanista que convoque el diálogo y la acción para construir un futuro de paz y armonía?
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