Pablo Sanz Bayón*
En agosto del año 2011, con ocasión de un viaje a la India, en el que participé como cooperante en un proyecto jesuita en una comunidad de dalits (término referido a los intocables o “sin casta”), en una localidad llamada Pannur Jagir (Karnataka), tuve la oportunidad de entrar en contacto directo con realidades plurirreligiosas. Al término de esa rica experiencia, que sin duda me abrió la mente y el corazón, recalando en la ciudad de Bangalore antes de volver a España, el azar o el destino quiso que me invitaran a participar en un foro de diálogo interreligioso que se celebraba en la sede del centro Arshivad, institución asociada a la Universidad Saint Joseph. La invitación llevaba aparejada compartir públicamente una reflexión con una audiencia integrada por hindúes, sijs, budistas y musulmanes, así como por cristianos de otras confesiones distintas a la católica. La perspectiva que da el tiempo, el curso que recibí de esta materia del profesor José Ignacio Vitón en mi propia Universidad, así como el poso de otras experiencias y viajes que me brindaron conversaciones con personas de distintos credos y culturas, me anima a compartir una suerte de premisas a la hora de abordar el tema sin duda siempre complejo que representa el diálogo interreligioso.
El concepto de diálogo interreligioso resulta a priori algo escurridizo porque remite a realidades difíciles de abarcar y afrontar en su totalidad. La corta duración de una vida humana apenas hace posible siquiera conocer una sola tradición religiosa con ciertas garantías. De ahí la necesidad de ampliar horizontes para entrar en contacto con otras fuentes de sabiduría, no sólo a través de libros, sino principalmente y de ser posible, a través de las relaciones humanas, que por lo general suelen ser más interpelantes y sugerentes. No es sencillo llegar a formarse una opinión sólida sobre cómo desarrollar un diálogo interreligioso y alcanzar una posición claramente definida. Esto se debe al desconocimiento que por lo general se tiene de otras realidades religiosas y culturales tan diferentes a la propia de nuestro entorno, suficientemente protegida por cómodas burbujas mentales formadas por la educación recibida, la propia familia y los influjos e identidades que se forjan en el seno de la sociedad a la que uno pertenece.
A este desconocimiento también contribuye el entorno cultural en que nos movemos en Occidente y particularmente en Europa, dominado por una ósmosis de creciente laicismo y relativismo, que tiende a arrinconar lo religioso en la esfera privativa del individuo. A esta razón se suma el materialismo de la sociedad moderna occidental, que provoca que la diversidad cultural sea observada, en el mejor de los casos, desde un plano de interés turístico o meramente cosmopolita, con altas dosis de trivialidad e incluso banalidad.
Sin embargo, el fenómeno religioso nunca puede llegar a ser para ninguna persona algo completamente ajeno. A lo largo de una vida, recibimos impresiones y aproximaciones abundantes al hecho religioso, por lacónicas que sean. A pesar de los contactos con otras realidades culturales, la toma de posición sobre el diálogo interreligioso es sin duda un tema delicado. De hecho, cuando se oye hablar de diálogo interreligioso se tiende, por inercia, a relacionarlo como un efecto, entre otros, de la globalización, del multiculturalismo, o de la inmigración. En el fondo, es legítimo albergar dudas acerca de cómo unas tradiciones tan aparentemente diferentes pueden establecer un diálogo horizontal y fructífero sin hacer proselitismo o quedarse en una posición cerrada e inmóvil. Se representa a primera vista algo utópico entablar un diálogo donde prime la escucha y la comprensión mutua y no el dogmatismo o el relativismo.
Con frecuencia, los textos religiosos y espirituales que por cercanía cultural cualquiera con interés puede acceder suelen tener como eje fundamental una religión instituida. Esto aporta en gran medida una visión parcial del fenómeno religioso y un lógico pre-condicionamiento sobre otras tradiciones y culturas. Además, también lógicamente, uno tiende a adquirir y proyectar los postulados de la religión o tradición que forma parte de su identidad personal. Además, en cuanto a las religiones orientales, singularmente el budismo o el hinduismo, para un occidental pueden parecer atractivas por su exotismo. No obstante, no debe soslayarse que se hace muy complicado profundizar intelectualmente en ellas si no se viven ni experimentan espiritualmente.
En este sentido se expresaba Hammalawa Saddhatissa para el caso del pensamiento budista en Europa, cuando afirmaba hace ya más de cuarenta años que “los excesivos tecnicismos o el subjetivismo interpretativo han distorsionado las enseñanzas de Buda hasta hacerlas muchas veces irreconocibles; tal vez esto explique en parte el nacimiento de algunos movimientos supuestamente orientalistas que han terminado en el aislamiento y la despersonalización esquizoides o convertidas en modas superficiales y miméticas” (Introducción al budismo, 2º ed., Alianza Editorial, Madrid, 1979).
Hay que comprender que el diálogo interreligioso requiere de unas aptitudes y una experiencia personal que ninguna disciplina por sí sola, como la historia o la teología, puede abordar integralmente. El diálogo, por su propia significación, requiere tener una visión abierta de escucha ante la diversidad de interpretaciones sobre la existencia y el mundo, porque de lo contrario correría el riesgo de convertirse en un monólogo, en un falso diálogo. Requiere de una actitud interior específica cuyo cultivo y desarrollo da la condición de posibilidad para un fértil intercambio de estas características. Querer aprender y comprender al otro en su diferencia, sin pretensión ni necesidad de transformarlo. De esa manera constructiva y abierta, los numerosos desafíos que presenta una sociedad cada vez más globalizada y multicultural pueden acometerse mediante un diálogo interreligioso debidamente encauzado que ofrezca alguna valiosa respuesta y quizá también alguna solución concreta.
Si bien la religión ha sido el detonante de muchos conflictos a lo largo de la historia humana, también es cierto que puede ser fuente de entendimiento y de superación de injusticias. Por ejemplo, hay constancia histórica que en Toledo, durante la Edad Media, convivieron pacíficamente las tres culturas monoteístas (cristiana, judía y musulmana). Por su riqueza cultural y tolerancia, acudieron a ella muchos sabios de toda Europa, algunos de los cuales crearon en esta ciudad la célebre Escuela de Traductores. Con el reinado de Alfonso X, gracias a este diálogo interreligioso, Toledo se convirtió en una ciudad de intensa actividad artística y científica.
Por desgracia, a menudo la religión se ha instrumentalizado por algunas estructuras de poder para servir a causas políticas y económicas, alimentando el odio y la sinrazón en los fieles y súbditos de dichas estructuras jerárquicas y alienantes. No faltan ejemplos al respecto. Ahora bien, la multiplicidad de credos y ofertas de salvación plantea el desafío de abordar un diálogo que contribuya a buscar soluciones para la convivencia pacífica y no para una simple coexistencia. Precisamente ese es el dilema que nos plantea hoy el diálogo interreligioso y su utilidad potencial para la sociedad contemporánea.
Algunos eluden la cuestión del diálogo interreligioso desde el exclusivismo integrista que reniega de las verdades ajenas porque aduce que son equivocaciones. Esta posición constituye una postura arrogante. Otro sector intelectual, desde un relativismo nihilista, niega la existencia de un plano objetivo desde el que valorar la validez de determinadas proposiciones espirituales o metafísicas, afirmando que todo fenómeno religioso se compone de emociones, juicios subjetivos, meras opiniones o supersticiones. De esta postura tampoco puede surgir un diálogo próspero porque al final se acaba aceptando la “verdad” de la mayoría, una “verdad” consensual que se termina por imponer legalmente por supremacía de unos sobre otros y que puede estar sujeta a modificaciones según la coyuntura o el pensamiento dominante. Estas dos vías de afrontar la pluralidad religiosa son a mi modo de ver profundamente incorrectas y sus consecuencias muy nocivas en la praxis.
Lo más conveniente (y convincente) a mi juicio es afrontar esta cuestión desde la escucha atenta del otro, del diferente, del extraño. Entender lo que quiere decirnos y luego comunicarle las ideas que nosotros queremos transmitirle, de tal manera que las comprenda. Para ello es imprescindible dar cauce a una bidireccionalidad que permita fraguar una comunicación estable, desde la cordialidad y la empatía. Todo ello sin caer en el proselitismo, pues de lo contrario se dañaría el fin que debe presidir este tipo de intercambio intelectual y a la vez afectivo.
Por otra parte, existe un riesgo de carácter político que está relacionado con el diálogo interreligioso en cuanto a su posible instrumentalización por determinadas estructuras de poder. Consiste en la tentación teorética y filosófica de construir una religión universal, un credo mundial o una fe global. Este proyecto de corte sincrético o ecléctico ha existido y se ha elucubrado desde la Ilustración. ¿Es realmente posible la materialización de este proyecto? El tiempo lo dirá, sin embargo, nuestro juicio al respecto debe ser negativo, pues tal objetivo de orden ideológico no debería de ningún modo ser la aspiración de un diálogo interreligioso auténtico si eso nos lleva a la disolución de las tradiciones humanas. Y lo que es peor, a una pérdida de la riqueza cultural que, a pesar de algunos sinsabores, anida en las identidades más genuinas de los diversos pueblos y grupos sociales que habitan nuestro sufrido planeta.
A este respecto, una de las razones que podrían esgrimirse contra este proyecto iluminista es que el diálogo interreligioso se ocupa de tender puentes para alcanzar un mejor entendimiento entre las culturas que pueda desembocar en la resolución de aspectos conflictivos que afectan a la convivencia social. Pero no debe erosionar ni mezclar o fusionar tradiciones ni ritos milenarios. Al contrario, el objetivo del auténtico diálogo interreligioso es el de comprender al diferente, conocer y reconocer la diversidad de la realidad social y de esa manera sortear las posibles dificultades que sin duda surgen en comunidades cada vez más multiculturales. No se trata de cambiar al otro desde una pretendida superioridad moral, ni plantear un diálogo como fase previa a la posterior y decisiva fase política. El diálogo interreligioso por sí mismo habría de concebirse no como una apuesta por una especie de multiculturalismo conducente a una superposición de credos que anule su polifonía sino como un sistema de colaboración y cooperación fraternal, exigencia de la justicia y también virtud de la razón práctica. En definitiva, poner lo que hay en común entre los dialogantes – que es mucho, comenzando por nuestra propia humanidad – y reconsiderar las líneas divisorias que artificialmente las instituciones a un lado y al otro han puesto o, mejor dicho, impuesto, a los seres humanos y que en muchas ocasiones tanto sufrimiento han generado.
El diálogo interreligioso, en sus justos términos y con las premisas antes señaladas, resulta un ejercicio deseable, aunque la duda persiste en la práctica en torno a dos preguntas que se pueden formular a continuación: ¿Cómo estar abiertos a los otros sin caer en el relativismo? ¿Cómo permanecer fiel a las propias convicciones sin caer en una actitud de exclusivismo fundamentalista?
Lo fácil es ser relativista o fundamentalista. Son atajos mentales, opciones tentadoras y a la vez posiciones acomodaticias que vacían el pensamiento racional. Lo difícil es plantear el diálogo interreligioso en los términos antes señalados sin caer en espejismos ni falsas ilusiones o pretensiones. Esta meta moderada, pero a la vez realista, es la que precisamente y en mi humilde opinión debe presidir quién se aproxime no sólo al diálogo interreligioso sino también al mismo hecho religioso en la perspectiva de explorar las posibilidades reales para un fructífero intercambio cultural que nos permita crecer como personas y como ciudadanos.
*Profesor de Derecho, Universidad de Comillas (Madrid, España)
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